Por: Nicolás O. García
La performance se define /popularmente/ como una muestra o representación escénica que suele basarse en la provocación, buscando persuadir o generar una reacción en el espectador. Este arte genera tantos adeptos como detractores, ¿por qué?
La eterna búsqueda del ser humano por definir el “arte”, marcar límites, separar referentes y distinguir qué cosa es arte y qué no, ha generado un debate histórico que traspasa generaciones. En medio de esta inacabable discusión, la performance llega a sólo complicar todo. ¿Puede cualquier persona que se autodenomine “artista” idear una actuación, llevarla a cabo y ser considerada una performance? Es cuestionable, no obstante, ¿quién define si eres un artista? No existe una carrera de performance, ni un curso, quien se considera un “performer” piensa su vida como un acto artístico, y forja todas las ideas que tiene en su cabeza para crear una propuesta, y esa es una visión de la vida con la que se nace, o se descubre en el transcurso de la existencia, no se instruye en una institución; claro está que el artista, sea cual sea su área, requiere de disciplina, de entrega y dedicación.
Para situarnos en la performance es necesario remontarse en el tiempo, y sin explorar mucho más allá de nuestro contexto cultural, ya que podemos encontrar algunos indicios del arte performático en América Latina o Asia, continentes muy fieles a sus tradiciones, entre las que destacan rituales religiosos o eventos deportivos, los que desarrollaron ciertos “comportamientos” o maneras de relacionarse poco convencionales, desencadenando una forma de crear que se fue puliendo poco a poco. Algunos expertos del mundo occidental encuentran el inicio de la performance como hoy la conocemos (al menos sus raíces) en el dadaísmo, movimiento artístico-cultural surgido en 1916, creado como una oposición al arte corriente que extiende sus manifestaciones desde la poesía, la música, pasando por la pintura y hasta las esculturas. Al cuestionar los patrones comunes del arte y sus maneras de expresión, comenzó a gestarse una especie de anti-arte que se expandió desde Europa a Estados Unidos, con el fin de rechazar toda expresión estética, filosófica e incluso valórica de aquellos momentos, por lo que el dadaísmo recurrió a recursos artísticos (visuales, literarios, entre otros) muchas veces incomprensibles, irreverentes y para la época, hasta absurdos.
En la década de 1950, surgió la performance como la conocemos hoy gracias a Jirō Yoshihara, quien fundó el grupo japonés ‘Gutai’, que nace de la traumatizante experiencia de la Segunda Guerra Mundial e impulsaba a romper las técnicas de lo establecido. De esta forma el arte, influenciado por el entorno político-cultural predominante de cada época, ha brindado distintos exponentes de esta rama. Probablemente una de las más connotadas y reconocidas es Marina Abramović, que removió y sigue removiendo al mundo con su más famosa obra «Ritmo 0» de 1974, donde colocó 72 objetos de distinta complejidad sobre una mesa, e invitó a los espectadores a utilizar dichos objetos en ella de la forma en que quisieran. Lo que comenzó con un público tímido desencadenó una escalada de violencia; «lo que aprendí fue que, si dejas que el público decida, te pueden matar.», comentó Abramović al respecto.
Gina Pane fue una artista francesa que también incursionó en la performance a través del dolor físico, exponiendo el cuerpo con dos significados, como objeto sexual y simbólico de fecundidad y también como vehículo de regeneración, haciendo una lectura feminista. En su obra «Acción Sentimental» Gina corta la palma de su mano izquierda con una navaja de afeitar y deja que su sangre recorra entre sus dedos, así busca enfrentarse al temor de la muerte y encontrarle un sentido a la existencia, y por medio de los cortes demuestra el desinterés por los cánones de la belleza comercial. Una de sus presentaciones fue replicada por Marina Abramović en 2005, donde se recuesta en una cama de metal que tiene unas velas encendidas por debajo, y deja que la gente observe su sufrimiento.
Otro importante exponente contemporáneo es Olivier De Sagazan, un francés que reúne pintura, fotografía, escultura y performance en un único espectáculo. El artista construye capas de arcilla, pintura y otros materiales sobre su propio cuerpo, que va armando y deformando a medida que transcurre la actuación, revelando un monstruo humanoide que intenta romper el mundo tangible. En sus obras el horror y la muerte siempre están presentes.
Sin ir más lejos, en Chile ha sido cuna de varios referentes del performance y las artes escénicas. Cuando se formó el CADA (Colectivo de acciones de arte), que buscaba trascender la lógica de resistencia impuesta por la realidad política, uno de sus grandes representantes fue Raúl Zurita, que fusionó escritura poética y presentaciones artísticas. No podemos olvidar a Pedro Lemebel, cuyo trabajo en solitario y junto a Francisco Casas en Las Yeguas del Apocalipsis, abordó la marginalidad para la denuncia política y social, así como utilizarse como instrumento a través de la corporalidad y la escritura, mediante sus experiencias personales, relatando su ya conocida literatura disidente. Probablemente el último gran ícono del performance en nuestro país fue Hija De Perra, que se desempeñó como acérrima defensora de los derechos de las mujeres y las disidencias sexuales a través de sus actuaciones que criticaban el conservadurismo y doble estándar de la sociedad chilena.
Varios de estos performers han servido de inspiración a otros jóvenes artistas que sienten el anhelo de expresar sus posturas a través de una disciplina no convencional. Gente que desea postular sus vivencias, que tiene la necesidad de comunicar algo y no temen experimentar con su cuerpo. Es paradójico que a nivel global, la cultura de la performance ha desaparecido un poco del mapa ya que no existen demasiados exponentes reconocidos haciendo cosas, quizás los más conocidos hoy en día son Fecal Matter, que juegan con la provocación del entorno. No obstante, las subculturas han adoptado la performance como una doctrina válida, y una plataforma para manifestar, denunciar y declarar los descontentos o experimentar con el lado oculto de la sociedad. Y es que el público es esencial en la acción, porque gran parte de ella depende de la reacción e interacción que éste tenga con el artista. ¿Es fácil transmitir el mensaje? No. ¿Vale la pena intentar entenderlo? Claro que sí. En tiempos de revolución el arte es un estrado potente del cual todos podemos ser parte, y que de seguro presenciaremos bastante una vez termine la cuarentena.
Me encanta