Por. Antonieta Fernández
En su octava película y primera aventura contemporánea, Pablo Larraín intenta dibujar aquello que considera valioso de la generación que lo sucede, al mismo tiempo que revelar la complejidad de lo que ocurre al interior de una “adopción fallida”.
Las opiniones están divididas. Algunos medios extranjeros fueron duros al criticar la cinta, diciendo que no tenía una historia clara, o que no lograba conectar (y puede ser). Por otro lado, se adjudicó los premios UNIMED y ARCA CinemaGiovani Awards, que la calificaron como “una película vanguardista, que expresa una idea revolucionaria de familia y que desafía las estructuras sociales” (Ambos premios tienen de jurado nada más y nada menos que a jóvenes entre 18 y 26 años). Lo indudable es que nos provoca, que nos interpela y que, definitivamente, nos deja en un lugar en que es inevitable tener una opinión al respecto.
Un relato absolutamente simbólico que, de la mano de grandes artistas, se vuelve una experiencia hipnótica instalada en los cerros de Valparaíso. Es la música de Nicolas Jaar, la fotografía de Sergio Amstrong, la coreografía de José Vidal y la increíble entrega de su protagonista, Mariana Di Girolamo, una combinación que nos atrae magnéticamente a la pantalla.
Larraín nos introduce en la intimidad de una pareja que luego de una macabra adopción fallida, se quiebra. Las palabras entre Ema (Mariana) y Gastón (Gael García) parecen cuchillos que se mueven al ritmo de la culpa, el amor, la disfuncionalidad y el reggaetón.
Ambos presentados como una especie de outsiders, son resistidos por el paradigma de lo que debería ser una buena familia para criar a un niño. “El sistema está hecho para eliminar a gente como ustedes, y yo soy el sistema weones” dice la asistente social (Catalina Saavedra) encargada de su adopción.
Ema nunca duda, nunca titubea. Sabe instintivamente lo que desea. Es como si desde el comienzo de la película ella supiera que era exactamente lo que haría, algo totalmente imposible ya que el mismo director nos cuenta que los actores no conocían el guion y que se mantuvo lejos de sus ojos, siendo revelado solo mientras avanzaba el rodaje.
Esta joven bailarina, casada con el coreógrafo de la compañía en la que baila, representa más de una cosa y no necesariamente a toda su generación. Si vemos la película, pretender algo así sería un poco soberbio y aunque existe una propuesta de aquello, no es ese el resultado con exactitud. Pero lo que no podemos negar es que en la película surge un personaje altamente incitador. Ema es un catalizador. Una presencia o un dispositivo que revela al otro como realmente quiere ser o, dicho de otra forma, obliga al otro a replantearse sus propios deseos.
No tenemos que hacer demasiado esfuerzo para darnos cuenta. Y cuando el sistema no nos ofrece la anchura para ser lo que queremos ser. Se quema el semáforo, la caseta de seguridad, se quema la estatua del héroe, se quema el carrusel.
Con una explícita simbología, la vemos elucubrar un plan maestro encarnado en una voluntad implacable por recuperar a Polo, su hijo, a quien tuvo que devolver al SENAME luego de un traumático accidente. Así es que llega hasta Raquel y Aníbal (los nuevos padres de Polo), una abogada y un bombero que serán intervenidos (o seducidos) por la disrrupción que Ema representa.
Ella, es la perturbación de la familia como la conocemos. Es el fuego transformador, el fuego que mata aquello que, si no se muere, no cambia, y el cambio es la única certeza que nos da realmente la naturaleza humana.
Totalmente resistida a su pareja (Gael García) la protagonista encontrará asidero entre sus compañeras de baile, amigas, hermanas. Ellas que también son sus pies, sus brazos, su boca y su lengua. Todas bailando este ritmo, todas comulgando con ese reggaetón intransigente y tozudo.
¿La película es buena? ¿Es mala? Probablemente dependerá mucho desde el lugar en que estemos situados al verla. De todas formas, nos pone a discutir sobre nuestra actualidad y la enormidad de matices que realmente tiene, y eso, podría ser suficiente.
No deja de ser interesante cómo todos los personajes en presencia Ema se sienten incitados a ser honestos. Probablemente porque ella es completamente transparente y no está dispuesta a juzgar ni ser juzgada. Es así como obtiene lo que busca, bailando al compás del soundtrack, uno que asegura que, “si su hambre es real, su lucha es real”.